Así empezó todo…

Título: Así empezó todo…
Categoría: Preparatoria / Cuento
Pseudónimo: Happy Day

Te preguntarás por qué te estoy contando esta historia, si aquí no pasa nada, de hecho, el abandono y la soledad son lo único que habita este lugar. Comprendo, te entiendo perfectamente, por ello te lo quiero explicar. Verás, todo comenzó un día como cualquier otro…

¡Alto!, antes de empezar, debes saber que todos y cada uno de los integrantes de esta pequeña pero agradable aldea, hacían exactamente lo mismo los 365 días del año, llevaban a cabo la misma rutina de forma incansable.

Ahora sí, como te iba diciendo, un día, como cualquier otro, algo cambió en el pueblo, fue un detalle pequeño, mas suficiente para romper su rutina. Aquella mañana, ocurrió algo de lo más extraño. Mientras el cálido sol iluminaba los tejados de las casas, el viejo reloj de la plaza central dio una campanada de más al marcar las 12:00, quienes se percataron de tal detalle lo interpretaron como un mal augurio y corrieron la voz de que algo desafortunado sucedería.

Todo era confuso, pero para los habitantes algo estaba claro como el agua: ese incidente no había sido ningún fallo mecánico. A partir de ese momento, nuestra aldea empezó a experimentar pequeños cambios: el cartero olvidó su ruta por primera vez en veinte años, las campanas resonaban a destiempo, y los pájaros, en lugar de volar en bandadas coordinadas, revoloteaban en todas direcciones.

Sin embargo, algo más insólito sucedió: el pequeño pueblecillo quedó paralizado alrededor de un paquete que llegó a la fuente del centro esa misma tarde. No especificaba quién lo había enviado ni a quién iba dirigido, solo permanecía ahí, en la plaza principal, envuelto en un papel marrón, con una nota que decía: “Para quien se atreva…”. Ninguno de los aldeanos sabía qué hacer, cosas así nunca habían sucedido en ese lugar.

Las horas transcurrían, el paquete se convirtió en el centro de todas las miradas. Nadie se movía ni emitía sonido alguno. Cuando, de repente, alguien, envalentonado, gritó:

—¡Vamos! ¡Alguien debe abrirlo!

Entonces, susurros, murmullos y suspiros de angustia llenaron el espacio y cubrieron por completo el silencio. El integrante más viejo de la aldea dio un paso al frente. Los cuchicheos cesaron, podía sentirse tensión en el ambiente. Caminó lentamente hacia el paquete, apoyándose en su bastón de madera desgastada, con un leve temblor en las manos y dijo:

—Bueno, alguien debe hacerlo, ¿no?…

Tomó el paquete con sus manos arrugadas, acarició el papel marrón con la punta de sus dedos y, con un movimiento decidido, comenzó a rasgar el envoltorio. El papel crujió y fue cayendo en pedazos al suelo, acto con el cual se descubrió una vieja caja de madera con letras casi borradas por el tiempo. Las palabras eran difíciles de leer, no obstante, después de unos minutos de examinarla, logró definir que se trataba de una advertencia: “Cuando las campanas suenen fuera de ritmo y los pájaros se desvíen de su camino, sabrás que el momento ha llegado”…

En ese momento, nadie se atrevió a hablar. Los ojos de todos los aldeanos se clavaron en el anciano, esperando que él continuara… su rostro se ensombreció al leer la advertencia completa y se podía decir por su expresión de angustia que estaba igual de preocupado que el resto de los aldeanos. Guardó silencio por unos segundos eternos, antes de levantar la mirada y decir con voz grave:

— “Aquí empieza todo. El elegido debe aparecer frente a mí, antes de que sea demasiado tarde y todo pertenezca al olvido” —con una voz que terminaría en un grito angustiado, agregó —Esto es… ¡Peor de lo que imaginaba!

Un murmullo de pánico recorrió la multitud. Las miradas se cruzaban, llenas de dudas y miedo.

—Pero, ¿cómo sabremos quién es el elegido? —pronunció, con una mezcla de curiosidad y terror, una joven desde la multitud.

El anciano alzó la mano, para pedir calma.

—No será una elección nuestra. Aparecerán señales, eso lo sé perfectamente… y quien esté destinado a esta misión lo sabrá. Sin embargo… —añadió con un tono sombrío—, no tengo duda de que la calamidad imperará en nuestra aldea.

El silencio se hizo más pesado que nunca. Nadie quería ser el elegido, pero todos sabían que negarse o resistirse no era una opción. Angustiados por la incertidumbre e invadidos por el terror, los pobladores se marcharon directamente a sus respectivas casas, donde por un tiempo se refugiaron de cualquier evento desafortunado. Los sonidos habituales del pueblo, como el murmullo de las conversaciones, el piar de los pájaros y la prisa diaria fueron reemplazados por un silencio amenazador. Incluso los gatos que solían rondar por los callejones y las ratas hambrientas que se escabullían por todos los rincones de la aldea en busca de comida desaparecieron.

Ese estado de inmovilidad en el que cayó el sitio entero se rompió a los pocos días: al principio se comenzaron a escuchar discusiones de familias, después gritos y objetos rompiéndose; a eso le sucedieron las discusiones entre vecinos que siempre terminaban en golpes; y culminó con grandes grupos de personas entrando a casas ajenas no sólo para robar comida, sino para saciar otros apetitos. La calamidad había tomado la pequeña población y no hubo quien, niño, adulto o anciano que no cometiera un acto atroz contra del prójimo.

Presas del pánico, todas las personas se apresuraron a empacar las pertenencias que les quedaban, o al menos las que lograron tomar rápidamente y se marcharon lejos de la aldea, tan lejos como pudieron. Con una sola cosa en mente: “Olvidarse de todo lo sucedido, de todo lo que les sucedió y de lo que hicieron, y no volver jamás”.

Todos se fueron, bueno, todos menos uno. Un niño huérfano de mediana edad se quedó en la plaza, observando en silencio el paquete abierto y la caja de madera que había iniciado todo. A pesar del miedo que invadió al resto de los aldeanos, él sentía algo completamente distinto: una extraña sensación de valor y curiosidad que lo obligaba a quedarse. El niño miró a su alrededor, asegurándose de que no quedaba nadie, se acercó lentamente a la caja que yacía todavía sobre el suelo polvoriento; no parecía ser más que una caja común y corriente, vieja y desgastada, lo curioso era que las ideas alrededor de esa simple caja habían generado toda la desgracia que hizo que hermanos y amigos se negaran unos a otros…, que el pueblo entero se convirtiera en un desierto.

Con la caja en las manos, el niño no podía ignorar ese pensamiento que se había apoderado de toda su mente y no paraba de repetirle la misma frase: “Aquí empieza todo…”.

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