Título: Cuando la muerte llega más de una vez
Categoría: Preparatroria / Cuento
Pseudónimo: Arviak
El invierno de 1943 llegó y el frío envolvió la casa de los Müller. Una copa de vino cayó al suelo y un grito estruendoso y bullicioso alarmó a los vecinos. Este, sin embargo, no era de terror, era de emoción. Heinrich Muller recién ascendido a general había recibido la orden de hacerse cargo de una labor primordial. Heinrich Müller, un orgulloso oficial nazi, miraba con satisfacción su uniforme impecable, símbolo de poder y lealtad. Este diciembre sería completamente distinto. Muller se encontraba sumamente agradecido con la persona a la que idolatraba y a la que llamaba Führer. Emocionado por el nuevo cargo, abrió el Whisky más añoso y envidiable, datado de hacía más de 50 años.
No obstante, una sombra oscura atravesaba el corazón de Heinrich: su hijo. Karl siempre fue la oveja negra de la familia, era de cabello negro, probablemente heredado de algún bisabuelo olvidado, era alto, pero en lo que más se diferenciaba era en su actitud. Karl era muy amable y recto, proveniente de la fructífera educación de la Srta. Braun y de su padre, Heinrich Müller. Él era rubio, alto y de ojos azules, siempre con una postura rígida y una expresión fría. Era un hombre de pocos abrazos, fiel a la disciplina que recibió durante su estancia en el ejército bávaro a lo largo de la Primera Guerra Mundial. La madre de Karl murió tras contagiarse de tifus en el hospital donde atendía a soldados alemanes. La educación de Karl quedó en manos de la señorita Sara Braun, la fiel ama de casa de los Müller. Ella le inculcó valores como la bondad, el amor por el prójimo y la paz. Tras la muerte de su madre, Karl sintió un vacío que lo alejó del camino de su padre. Después de la Primera Guerra Mundial, la familia se sumió en una crisis económica. El ascenso de Heinrich a general de infantería durante la guerra se desvaneció con la disolución del ejército. Su padre debía trabajar largas horas para ganar pocos marcos. Karl vendía periódicos en las calles, aunque sin mucho éxito.
Un día, sumido en la desesperanza, Karl conoció a Rebeca, una joven judía que estudiaba medicina en la Technische Universität Berlin. Al ver a Karl en las calles, le dio un pedazo de pan y un poco de su tiempo, con un brillo en sus preciosos ojos azules que Karl jamás habría de olvidar. Esto le dio motivación para seguir luchando. Con el ascenso de los nazis al poder, la situación de los Müller mejoró. Heinrich se convirtió en un admirador de Hitler y sus ideas, culpando a los judíos por la crisis. Agradecido por el gesto de Rebeca, Karl la buscó y su relación floreció, llevándolos al matrimonio. Heinrich Müller no asistió a la boda. Para él, Karl dejó de ser su hijo. A pesar de haber crecido bajo la influencia de su padre, Karl siempre mostró una empatía que Heinrich no comprendía. Para Heinrich, perder a su hijo por casarse con una judía fue una traición irreparable.
Los años pasaron y, mientras el odio hacia los judíos crecía, vecinos y amigos de Karl y Rebeca comenzaron a desaparecer, llevados por coches marcados con la esvástica. A principios de la nueva década, Karl decidió ocultarse en el ático del señor Brugger, un compañero de trabajo. La vida en ese oscuro rincón era terrible. No podían caminar ni hacer ruido por temor a ser descubiertos. Tras tres años de estancia en ese ático, la familia fue descubierta un nublado día que jamás olvidarán.
Tras la ejecución del Sr. Brugger, la familia fue reubicada en el campo de concentración de Sachsenhausen. Karl y Rebeca llegaron a Oranienburg a través de un tren. El viaje fue un tormento silencioso. Karl, sentado junto a Rebeca, sentía cómo el aire denso parecía asfixiarle. A su alrededor se escuchaban gemidos y lloriqueos. Rebeca, en silencio, descansaba en su regazo con sus dedos entrelazados, como si aquello fuera lo último que les quedaba. Sus extremidades estaban frías por el miedo que crecía en su pecho. Se respiraba un aire de desolación, con un intenso olor de desesperanza además de un aroma a muerte, sudor, orina, angustia, miedo .Karl miraba hacia adelante, fijo en un punto imaginario. En su mente, solo existían fugaces recuerdos de la calidez, los días soleados y las risas que compartió con Rebeca. Ahora, con un futuro incierto, cada traqueteo del tren suponía un aumento en la velocidad de la sístole del corazón.
A medida que el tren se acercaba a Oranienburg, el sonido de las ruedas sobre los rieles disminuía, como la esperanza de Karl sobre poder proteger a Rebeca. Cuando finalmente el tren aminoró la marcha, el silencio fue más aterrador que el traqueteo. Guiados por oficiales nazis, más de 1000 judíos marcharon en la nieve, sin agua ni comida; solo tres cuartas partes lograron llegar a Sachsenhausen. Lo que parecía el fin del mundo a bordo del tren, pronto revelaría ser solo un umbral de un abismo más profundo. Al llegar al campo de concentración, Karl se llenó de un sentimiento sofocante de terror y desesperanza el aire parecía rehusarse a entrar en sus pulmones, su alma parecía abandonar su cuerpo y quebrarse, se quedó sin palabras, se quedó sin corazón, murió por primera vez; se quedó sin padre.
A las puertas del campo, la silueta de su Heinrich daba órdenes, repitiendo una única frase; Arbeit Macht Frei, el trabajo libera. La poca esperanza que todavía tenían, la última luz que iluminaba la oscuridad, fue apagada en un santiamén gracias a la separación de Rebeca de Karl. A la mañana siguiente, la identidad de Karl fue eliminada, ya no era él, ahora sin su característico pelo, vestido con una “piyama de rayas” y con el número 137009 tatuado en el lado interno superior del antebrazo izquierdo. Todas sus riquezas fueron robadas. La primera noche, fue asignado a una barraca con más de 300 personas, ni siquiera tenía su propia cama, por lo que decidió dormir en el piso. Las enfermedades se propagaban rápido y la gente moribunda tenía que trabajar sin importar las condiciones. 134092 intentó escapar la primera noche y fue ejecutado tan pronto como un guardia lo atisbó. La suerte de 133023 fue mejor: él mismo se lanzó contra los alambres electrificados. Karl solo tenía una preocupación; Rebeca.
A las 5:00 de la mañana, fueron levantados para hacer su trabajo. Cansado, sin energías, Karl tuvo que probar distintos tipos de zapatos que las compañías querían lanzar al mercado. Con el frío en su punto más alto, marchó casi 40 kilómetros, con el miedo de tropezar y que fuera su última caminata. Tres semanas pasaron, y su padre seguía sin tomar acciones, azotándolo con un látigo cuando lo consideraba necesario. Karl finalmente tuvo el valor de preguntar: “¿Por qué lo haces, Müller?”, pero Heinrich no tuvo palabras para contestar. La culpa que sentía el Sr. Müller era apaciguada por su deseo de servir y su admiración al régimen que lo había sacado de la miseria. Karl, desgastado por el trabajo agotador, se tambaleaba en cada paso. Sus pies, lacerados, ya no dolían; se habían adormecido al igual que sus emociones. Cada día, su única motivación era la remota posibilidad de volver a ver a Rebeca. Heinrich Müller, por otro lado, vivía en un abismo moral. Aunque su rango y responsabilidades crecían, el rostro de su hijo no lo abandonaba. Pese a ello, su lealtad al Führer superaba cualquier obligación moral.
Una fría mañana de enero llegó, y los prisioneros fueron llamados para hacer una fila. Müller señalaba si debías ir a la izquierda o a la derecha. La derecha significaba ir a una cámara con Zyklon B, un gas mortífero; la izquierda suponía sobrevivir. Karl se dirigió al camino izquierdo, no sin antes recibir un “lo siento” por parte de Müller. Ese día, bajo la guardia de Heinrich, Karl tuvo que cargar carretas llenas de cuerpos. Esto bajo los efectos de la sed, el hambre, la nieve de enero y el terrible olor a quemado que inundaba el campo. A pesar de ello, su mente solo pensaba en Rebeca, lo que más deseaba era que ella no sufriera lo mismo que él. Sin embargo, en una de las carretas, Karl observó una cara familiar: era Rebeca. El corazón de Karl se detuvo, un torrente de emociones lo invadió. Había estado en un mar de desesperanza, y ahora, al verla, esa chispa de luz desapareció. Karl miraba el cuerpo desnutrido de Rebeca por última vez. Karl murió por segunda vez.
El día estaba por terminar, los 50 prisioneros regresaban al campo de concentración, cuando las piernas de Karl no resistieron más, su única motivación ya no existía. Karl cayó al suelo y se resistió a levantarse. Fue entonces cuando un oficial de alto rango ordenó a Heinrich ejecutarlo. Heinrich Müller, con su arma en mano, observó a su hijo desplomado en la nieve. La escena se desarrollaba en un silencio casi espectral, roto solo por el silbido del viento y el crujir de las botas sobre el terreno helado. Karl, a sus pies, no emitía sonido alguno, sólo esperaba, con la mirada perdida, como si el peso de la vida ya no fuera soportable; lo había perdido todo. Heinrich se quedó inmóvil, su mano temblando mientras intentaba apuntar. —¡General Müller! —gritó uno de los oficiales, impaciente—. ¡Haga lo que tiene que hacer!. Karl miró por última vez a su padre, sin rastro de odio en su mirada, solo de agotamiento y desesperanza. El viento se intensificó, y el tiempo parecía detenerse. Cuando de pronto, sonó un estruendo. Se había apretado el gatillo. La bala atravesó a Heinrich Muller que cayó a la nieve que se tornó color rojo; Karl había muerto por tercera vez. Y de pronto, “¡Heil Hitler!” —gritó uno de los oficiales y apretó el gatillo nuevamente; Karl había muerto por cuarta vez. En su bolsillo se encontraba una hoja arrugada que sería encontrada años más tarde; “Los meses pasarán y la gente no reaccionará, los años pasarán y la gente denegará, las décadas pasarán y dirán nunca más, pero al final, es un ciclo que se repetirá. Ahora es mi turno y digo nunca más, antes de que el olvido todo vuelva a arrasar.