Estaba a unos pocos minutos de aterrizar en el aeropuerto de la ciudad de Varsovia, en Polonia. Me asomé por la ventanilla del avión para quitarme la curiosidad de cómo era el lugar que había sido invadido por Alemania y guardaba tanta historia, ciudad que pronto conocería, y de allí un recorrido por otros sitios interesantes donde pasaría la siguiente semana.
Me asombré al constatar que lo que alguna vez fue destrucción y ruinas se había convertido en una ciudad rodeada de extensos campos de agricultura, colmado de frondosos y verdes bosques, que bordeaban a una ciudad moderna como cualquier otra en el mundo actual. Era un hermoso paisaje lleno de vida, sin embargo y por desgracia, a pesar de su novedosa belleza, esta tierra fue testigo de las peores atrocidades cometidas a la humanidad. Algo todavía más difícil de comprender cuando aprendes que fueron planeadas y dirigidas por un hombre perverso y diabólico, con una mente enferma llena de odio y que creía en la supuesta superioridad aria sobre otras razas humanas.
Voy camino al hotel para hospedarme con mi esposo. Observo el trajinar de autobuses y automóviles transitando por autopistas de alta velocidad. A mi paso, cruzo edificios, comercios, supermercados, parques y escuelas. Todo funciona con normalidad con el ir y venir de la gente, como sucede en mi propio país. Me pregunto: ¿es aquí donde ocurrió lo que tanto hemos lamentado los judíos de todo el mundo durante los últimos setenta años?
Esa noche, después de registrarnos en el hotel, bajamos a un salón donde nos sirvieron de cenar y nos presentamos con las personas con quienes conviviríamos los próximos días. No faltaron risas y charlas amenas. Aún yo no imaginaba a lo que me iba a enfrentar y lo que experimentaría en las próximas horas. Todos estábamos cansados a causa del viaje. Dimos las buenas noches y nos fuimos a dormir.
Como todos sabemos, la debacle ocurrida a la ciudad de Varsovia sucedió en el año de 1939, cuando Alemania invade y se apodera de todo el país polaco. Ariel Seiferheld sería nuestro guía. Si alguien cree como yo que a través de películas, museos, libros o documentales sabemos del Holocausto, está equivocado; nada es comparable al sentimiento vivo de estar presente en el pasado.
Nuestra primera visita fue al cementerio judío de Okopowa. ¿Quién hubiera imaginado hasta no estar presente en ese lugar y constatar que los alemanes profanaron los cementerios judíos con el propósito de utilizar las lápidas para pavimentar con ellas los campos de concentración? Más tarde, nos condujeron a recorrer los escombros del gueto en la calle Zlota. Después conocimos Treblinka, el tercer campo de exterminio que fue construido por el Gobierno General de Alemania en Polonia, con el único propósito de exterminar a los judíos;
1.7 millones fueron asesinados en Treblinka bajo la operación Reinhard. Mi consternación se acentuó cuando escucho que a principios de la guerra, los nazis niegan rotundamente la palabra gueto, disfrazando la cruel realidad nombrándolo como un simple barrio judío. Los SS llevan a cabo el plan de que todos los judíos deben abandonar sus casas, trabajos y pertenencias para mudarse forzosamente al gueto. Les confiscan absolutamente todos sus bienes y se apoderan de ellos. Al principio, ningún judío imagina o cree lo que en realidad va a suceder. Pero, si los oficiales nazis encuentran a algún judío en la calle, fríamente lo mataban de inmediato, ya fuera hombre, mujer, anciano o niño. Fue así como los judíos acatan la orden y acuden sin remedio a vivir dentro del gueto, marginados del resto de la sociedad. Fueron encerrados como prisioneros recibiendo el equivalente a 180 calorías de alimento al día. La mortandad se produce irremediablemente por hambre y enfermedades debido al hacinamiento masivo. Y es así precisamente como surge la idea de los alemanes para crear fosas comunes para deshacerse de los cuerpos rápidamente.
Esa noche, todos reunidos en el comedor cansados física y moralmente recibimos cena caliente kosher. Nos servimos lo que deseáramos a nuestro antojo, además, cuantas veces quisiéramos sin que nadie nos limitara. Los platos estaban en el centro de la mesa rebosantes de comida. Ensaladas variadas y sopa, todo dispuesto para nuestra propia y libre elección. ¡Qué ironía!… judíos visitando Varsovia, podíamos servirnos comida sin ninguna restricción. Cabe aclarar; que todas las noches recibimos la misma atención, tanto en el desayuno como en el almuerzo. Me acosté pensando en las 180 calorías diarias que obtenían los judíos en el gueto.
Al siguiente día y dirigidos por nuestro guía Ariel, colaborador de Yad Vashem, y un hombre con preparación y experiencia de excelencia en la historia judía de Polonia, llegamos a Majdanek, un campo de concentración que también formó parte del Gobierno General. Su apertura y liberación ocurrió a partir de septiembre de 1941 a julio de 1944. En Majdanek presencié una ceremonia luctuosa por parte del ejército y policía israelí en memoria de los que ahí fueron asesinados. Los hombres recitaron el Kadish y después todos unidos cantamos Hatikva.
Fue escalofriante testificar, por primera vez, las cámaras de gas y los hornos crematorios. Caminé sin hablar. Crucé el campo escuchando mis propias pisadas con lágrimas en los ojos, apenas logré contenerlas. Perla y Ariel nos condujeron a un monumento que en realidad es una montaña de cenizas humanas. Cenizas que los nazis también las utilizaron para abonar la tierra. ¡No lo podía creer, una montaña de cenizas humanas frente a mí! También ahí nos detuvimos para honrar su memoria con una sencilla, pero conmovedora ceremonia. ¡Qué reconfortante ver a Perla Hazan sacar una bandera de Israel, y colocar una ofrenda floral! Los hombres, nuevamente rezaron el Kadish justo en el momento en que terminamos de escuchar a Pepe recitar un poema en ladino:
«Hischico mío… Dormi, dormi… mi angélico» comenzó diciendo. Mi corazón estaba hecho pedazos cuando oí su voz quebrada por el llanto. Fue entonces cuando no pude contener por más tiempo mis lágrimas.
Hacía calor, tenía sed sin valor a expresarlo. Guardé silencio y miré los rostros de mis compañeros, todos éramos uno. Con el dolor aprisionándome el alma continué caminando junto a mi grupo. Salimos del campo para dirigirnos al autobús. A pesar de toda esa tragedia, para mi sorpresa me doy cuenta de lo afortunados que somos. Nos esperaban con una mesa con café y pasteles, agua en abundancia y nos entregaron nuestro almuerzo con fruta fresca.
Ahí dentro dejábamos el testimonio presente de la muerte y el sufrimiento. A nosotros no nos faltaba nada. Estábamos con salud, rodeados de amigos. Con comida y agua en nuestras manos. Sin excepción, todos los días al salir exhaustos moral y físicamente de los campos, nunca nos faltó la misma atención en alimentos y bebidas.
Entonces; imaginen mi sentir después de escuchar el relato por parte de Ariel, cuando los niños salían del gueto por las alcantarillas del desagüe para ir en busca de un mendrugo de pan que compartirían con toda su familia. Y, si a su regreso eran vistos por un nazi, los mataban. Mi mente vuela al pasado e imagino la angustia y desesperación de los padres cuando no los veían regresar. ¿Puede existir un dolor más grande que el de perder un hijo… sobre todo cuando es el padre mismo quien lo expone al peligro por hambre?
Por la noche recuerdo que el comandante Frank Shtangel fue el promotor del plan eutanasia: «Eliminar a todos los judíos discapacitados o enfermos». Experimentar con ellos introduciéndolos en autobuses cerrados dejando salir el monóxido del escape hasta que mueran. ¡Oh, D-os mío!… ¡Qué crueldad me digo a mí misma! ¿Cómo es posible que los látigos con los que golpeaban a los prisioneros tuvieran clavos? ¿Cómo se puede idear tanta maldad?
Moreshet Vezikaron: legado y memoria.
Viaje a Polonia del 1 al 7 de junio de 2015.