Título: El Eco de los Recuerdos
Categoría: Abierta / Cuento
Pseudónimo: Teyo mao
En un rincón de la ciudad, donde las calles resonaban con risas infantiles y el aroma de la comida casera se mezclaba con el canto de los pájaros, se encontraba la casa de doña Elena. Había sido un hogar lleno de vida, de historias y de risas que ahora se desvanecían con el silencio que la soledad había dejado tras su partida.
La tarde en que su nuera, Marta, decidió vaciar la casa, un rayo de sol se coló por la ventana, iluminando los objetos que habían sido testigos de una vida plena. Marta comenzó a recorrer cada habitación, cada rincón, como si cada paso la llevara a un recuerdo olvidado. Los tapetes, con sus patrones de colores vibrantes, parecían susurrarle historias de vida.
En la entrada de la casa, el biombo chino, con sus delicados dibujos, dividía esta del comedor, creando un espacio acogedor donde la familia se reunía cada viernes y cada fiesta. A un lado, la mesa siempre estaba hermosa, adornada con mantel blanco y lista para recibir a todos. Doña Elena era conocida por su habilidad en la cocina; su delicioso sazón llenaba la casa de aromas irresistibles, y sus comidas se convirtieron en celebraciones en torno a la mesa.
Mientras Marta recorria cada cajon, encontró la pelota rosa, casi deinflada con la que solía jugar con cada uno de sus 6 nietos, del sillon a la escalera, poniendo calificacion según la cacharan,, uno por uno iban pasando, mientras la abuela los divertia. También encontro la loteria, gastada y despintada de tanto uso y un frasco con frijolitos… “el valiente”, gritaba la abuela con injundia, hasta que algún nieto gritaba ¡LOTERIA!
Se sentó en el suelo, sosteniendo la pelota, la loteria y un juego de bloques en sus manos, sintiendo la calidez de esos momentos compartidos. Decidió que esas cosas insignificantes en aquel momento, representaban el amor que siempre les prodigo a sus nietos; representaban la alegría y la unión familiar que doña Elena siempre había fomentado.
Y la grabadora roja, con el casette de Pedro Infante puesto en su lugar, cantando las mañanitas. Siempre que la veiamos en el comedor sabiamos que era compleaños de alguien de la familia, ella pensaba que era una sorpresa, pero la grabadora roja siempre la delataba.
Que hacer con las ollas que habian contenido arroz con hamud, alcachofas, “bozole arabe”, chicharitos, alubias, carne con tuétano, tacos sudados, que hacer con el comal, el molcajete, las ollas de barro, las jarras, los especieros, los recipientes todavia con trigo, aceitunas y aceite de oliva, que hacer con sus kipes congelados, con su “bame” y con su “kemaye” tan codiciado. ¿Qué hacer con tanta vida despues de la muerte?
Al abrir un baúl antiguo, el aroma de la madera la envolvió, y descubrió fotografías amarillentas: sonrisas, abrazos y momentos congelados en el tiempo. La imagen de doña Elena, joven y llena de vida, le sonreía. Marta sintió una punzada de tristeza, al darse cuenta de que todos esos recuerdos estaban a punto de ser empaquetados y almacenados, como si su esencia se pudiera encerrar en cajas.
Con cada objeto que encontraba, Marta se enfrentaba a la realidad de la pérdida. Mientras las cosas se acumulaban en montones, cada recuerdo se sentía como un eco de lo que había sido. Comprendió que, aunque doña Elena ya no estaba físicamente, su espíritu permanecía en esos recuerdos. Los objetos solo eran una representación de su vida, pero el amor y la sabiduría que había compartido vivirían para siempre en los corazones de quienes la conocieron.
Mientras revisaba cada objeto, una tristeza profunda la invadió. Se dio cuenta de que, a lo largo de la vida, doña Elena había acumulado recuerdos para que las futuras generaciones los conservaran, pero aquí estaba ella, desechando esos fragmentos de una existencia. Una vida entera se deshacía en un abrir y cerrar de ojos, y la idea de que tanto amor y esfuerzo pudieran quedar reducidos a polvo y cajas la llenó de angustia.
Finalmente, cuando la casa quedó vacía, Marta se sintió aliviada y triste a la vez. Había limpiado, pero había hecho mucho más: había honrado una vida llena de amor, risas y recuerdos. En lugar de ver la casa como un lugar vacío, la visualizaba como un jardín de memorias, donde cada rincón florecía con historias que jamás se perderían.
A medida que cerraba la puerta por última vez, Marta sonrió con nostalgia. La esencia de doña Elena seguiría viva en cada recuerdo, en cada sonrisa de sus nietos, en cada rayo de sol que entrara en la casa. Y aunque la casa estuviera vacía, el amor siempre encontraría la forma de permanecer, recordándole que los recuerdos son el verdadero legado que se deja atrás.