En 1938, la familia Geier viajaba en un tren, que iba desde Berlín hacia
Amsterdam. Había sido un largo y aterrador camino, que había iniciado con el Kristallnacht (La noche de los cristales rotos) hasta ese momento. La familia, apenas habían logrado obtener una visa estadounidense, y ahora estaban finalmente en lo que sería un viaje a la libertad. Yehuda, su esposa Regina Geier y sus dos hijos, Arnold y Ruth, viajaban en el tren, tratando de pasar desapercibidos como los demás pasajeros. Pero a diferencia de la mayoría de los otros viajantes, la familia Geier estaban conscientes de los peligros que les esperaban, cuando el tren se acercara a la frontera holandesa. Allí, la policía aduanera, y los oficiales de la GESTAPO, estarían presentes para el control, y la verificación minuciosa de los pasaportes de cada uno de los pasajeros. Sin embargo, para Yehuda Geier había otra preocupación adicional, que le dolía en su corazón. Como judío ortodoxo y Jazán (cantor), toda su vida se había dedicado a seguir los caminos de acuerdo a la Torá. Pero en esta ocasión, cuando las llamas de la januquiá de Janucá debían resplandecer para esparcir su luz, se vio obligado a quedarse sentado en su asiento, y conformarse observando solo el brillo de un foco que apenas iluminaba. Rodeado de extraños, tenía miedo de encender un cerillo, o decir alguna bendición, por temor a llamar la atención de los soldados alemanes. Su esposa Regina, percibiendo la lucha interna de su marido, trató de tranquilizarlo, diciéndole que D-os lo ve y lo sabe todo, y seguramente entendería su situación, y sin duda, le concedería muchas más fiestas de Janucá para poder celebrarlas junto a su familia. Sin embargo, Yehuda no se tranquilizaba. En esos momentos, la luz de la januquía parecía más importante que nunca, sobre todo en esta octava noche de Janucá, que representa la culminación de la fiesta, cuando todas las velas se encienden simultáneamente, para difundir el milagro de la supervivencia de los judíos. Pero bajo estas peligrosas circunstancias, ¿cómo podría encender la januquiá?, pero por otro lado pensaba: ¿cómo podría no hacerlo?
El tren seguía avanzando, cuando repentinamente, este se detuvo en la estación fronteriza que divide Alemania de Holanda, para que la GESTAPO pudiera revisar los documentos de cada uno de los pasajeros. Una respuesta equivocada, podría significar la diferencia entre la vida y una muerte segura. Entonces un milagro de Janucá sucedió en el último momento. La estación y el tren quedaron en la oscuridad total. Todas las luces se apagaron en el mismo instante, dejando a los pasajeros y a los oficiales en una completa oscuridad. Sin pensarlo mucho, y sin perder tiempo, Yehuda aprovechó el momento, y buscó en uno de los bolsillos de su abrigo, de donde sacó un pequeño paquete. Antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, prendió un cerillo, encendió una vela y rápidamente prendió las otras ocho velas. Luego las ubicó en una fila sobre la ventana, e inmediatamente recitó las bendiciones de Janucá. Mientras su familia miraba con asombro, Yehuda encendió cada una de las velas y colocó la novena, el shamash, a un lado. Detrás de la brillante luz de las velas, su rostro irradiaba alegría y paz por primera vez en meses. Pero cuando la GESTAPO y la policía fronteriza advirtieron las luces, se dirigieron hacia allí a toda prisa. Sin embargo, Yehuda continuó concentrado, con sus pensamientos en las luces de Janucá, mientras su corazón latía rápidamente y tan fuerte, como los pasos acelerados de los nazis quienes venían hacia él. Cuando los oficiales entraron en su vagón, Yehuda se preparó para lo peor. Sin embargo, los nazis lo tomaron como una oportunidad, ya que ahora podían ver con la claridad suficiente, para revisar los pasaportes de los pasajeros. Tan pronto como se completó el proceso, y estaban a punto de marcharse, el jefe de la policía fronteriza alemana se dirigió a Yehuda y le agradeció personalmente por haber tenido la previsión de llevar ‘velas de viaje’. Mientras tanto, la familia Geier permaneció sentada en un silencio atónito durante casi una hora, sin apartar los ojos de la ventana. Justo cuando las velas comenzaban a apagarse, todas las luces de la estación, repentinamente volvieron a encenderse. Yehuda, aún asombrado por lo que acababa de presenciar, abrazó a su hijo de 12 años, y con lágrimas en los ojos le dijo: “Recuerda este momento como en los días de los Macabim, que aquí ocurrió un gran milagro.”
Cada año, Janucá llega justo cuando parece que más lo necesitamos. Cuando los días son más cortos y las noches más largas. Entonces la januquiá proyecta su resplandor sobre un pueblo que siempre busca la luz. Y como dijo Yehuda Geier: “Si alguna vez, hubo necesidad de luz para guiar nuestro camino, fue en esta fría noche de diciembre en Alemania, cuando el octavo y último día de Janucá estaba a punto de comenzar”.