Todos nos acostumbramos a nuestros propios infiernos. Queremos pensar que no,
que si vivimos en un infierno, tendremos la fuerza para liberarnos de ello, pero los humanos podemos acostumbrarnos a las cosas más horribles, ya que eventualmente se vuelven cómodas. Esta obra de Darío Fo cuenta la historia de María (Sharon Kleinberg), una mujer que conocemos un día haciendo los quehaceres de la casa, como cualquier otra ama de casa con un marido e hijos, cuando de repente se pone a platicar con una nueva vecina (a quien no vemos) y mientras más le cuenta esta mujer, más nos damos cuenta de lo trágica que es su existencia. Su marido la encierra en su casa cada día cuando se va a trabajar, sus hijos no le hacen mucho caso, vive con su cuñado paralítico que no deja de tocarla en lugares inapropiados, hay un hombre que constantemente la amenaza por teléfono y vive pensando que se merece mucho de lo que le está pasando por un amorío que tuvo con un hombre mucho más joven. Aunque claro, cuando el infierno está vestido de burguesía, ¿quién buscaría otra cosa?
Lo que vi en escena
La única actriz en escena es Sharon Kleinberg, y ella carga valientemente con un texto muy pesado (con suficiente humor negro y variedad de matices para que nunca sea monótono) que nos muestra cómo esta mujer va perdiendo sus armaduras y va revelando lo oscura que es su existencia. Su presencia es única y llena el escenario entero por una hora, asegurándose que el público no voltee a ver otra cosa. Todo lo que el director Gabriel Labastida ha puesto en escena está ahí para que resalte esta mujer y el mundo en el que vive, habiendo puesto una escenografía de una casa que es superficialmente bonita, pero con suficientes tonos oscuros para que el público se sienta incómodo en el mundo de esta mujer.