Linaje

Título: Linaje
Categoría: Preparatoria / Cuento
Pseudónimo: Leónidas

En la Antigüedad ya todo estaba dictado por los astros.

Aurelio provenía de una familia romana noble; criado con innumerables lujos y riquezas, soñaba con liderar un ejército, pero fue educado para gobernar a los hombres a través de su fe. Huyó de casa a temprana edad, tras enamorarse de Ayla, hija del emperador otomano, quien también huyó de la casa paterna. Aurelio y Ayla se amaron sin miedo en las afueras de la ciudad y tuvieron un hijo, al cual llamaron Alejandro.

Durante casi dos décadas Aurelio llevó a cabo su voluntad: ser un fuerte guerrero. Entrenaba arduamente todos los días en el campo, aunque eso implicara relegar a su familia a un segundo plano, razón del resentimiento de su hijo y de la tristeza de su amada. Para poner en práctica todo lo aprendido, al caer la noche se convertía en un gladiador que ocultaba su identidad, su apodo: “el león de la noche”, nombre que le hacía honor a su manera de pelear.

Era el gladiador más hábil que había visto Roma hasta que llegó un rival digno de él, lo conocían como “el asesino oculto”, pues era despiadado y tampoco se sabía su identidad. Dicho guerrero se abrió fácilmente camino a la final donde se enfrentaría contra “el león de la noche”.

El Coliseo nunca había estado tan lleno ni había sido tan ruidoso: el enfrentamiento entre estos dos gladiadores fue el más esperado de la historia de Roma. Empezó la pelea, Aurelio nunca había sentido nervios en combate, hasta ese día, su contrincante tenía un estilo de pelea muy similar al suyo. Tras varios minutos ambos estaban malheridos, pero la voluntad de Aurelio para regresar con su familia era más fuerte, así que peleó con una gran habilidad pese a sus graves heridas. El público del Coliseo gritaba sin piedad, logró derribar a su rival y al tenerlo arrodillado lo decapitó. Por petición del publico Aurelio le quitó el casco a quien había dado muerte. De entre el hierro forjado salía la cabeza de Alejandro. Cayó de rodillas al suelo y lloró de tristeza, lloró de rabia, una rabia inconmensurable.

 En un acto de luto se quitó el casco y reveló su identidad, arrojó su armadura y se rasgó las ropas, para finalmente clavar su espada contra el piso. Pese a sus heridas no se volvió a parar, estuvo junto al cuerpo de su hijo, días, semanas…

Ayla, al no tener noticias de Aurelio y Alejandro, fue a buscarlos al centro de la ciudad, ahí ya nadie hablaba de lo sucedido días antes, ya era un tema viejo.

Buscó, preguntó hasta llegar al Coliseo, donde encontró el cadáver frío de su esposo, sosteniendo la cabeza de su hijo. Ayla al ver la escena enloqueció de dolor, abrazó los restos de sus dos amados, los besó y los cubrió de lágrimas. Tomó la espada que le había quitado la vida a su hijo y se la clavó en el pecho.

El linaje de esa familia había sido truncado para siempre, así lo habían dictado los astros.