Título del cuento: Una de gallo y otra de cabra
Categoría: Preparatoria / Cuento
Pseudónimo: Apolo
1957, San Luis Potosí, México.
Pablo almorzó velozmente, como león en inanición. Y es que ya iba tarde para jugar a la rayuela con los niños del vecindario: su parte favorita del día. Era muy bueno, según él; siempre ganaba y podía pasar horas y horas saltando con sus amigos sin hartarse. Pero, naturalmente, siempre que oscurecía, su madre lo llamaba a casa y ya no tenía permitido salir hasta el amanecer. Él no entendía por qué todos se resguardaban en sus respectivas casas a la salida de las estrellas, pero tampoco preguntaba. En esa ocasión, todos los niños decidieron quedarse en el parque a jugar un poco más, pues nada malo sucedería por regresar un par de minutos más tarde. Al llegar a casa, el regaño fue, inclusive, exagerado.
Pero, Pablo era temerario, demasiado para su corta edad, y encontraba gracia en desobedecer.
Cuando todo el pueblo dormía plácidamente y la luna brillaba en su punto más alto, él se escabullía para ir al parque a jugar. Ignoraba todas las advertencias de sus padres sobre los peligros de la noche, pues él creía conocer a fondo a todos en su poblado y no encontraba a ningún vecino capaz de nada que rozara la atrocidad. Pablo jugaba, reía, se divertía y regresaba cuando el cansancio lo vencía.
Y así fue durante varios meses, hasta la fría noche del once de diciembre. Aquella noche era extremadamente oscura, mucho más de lo habitual, como si guardase un terrible secreto. Pablo notó como si la luna estuviera deprimida, pues su brillo no se percibía y la fría brisa parecía querer advertirle algo con su perturbador aliento. Mas él era terco y le gustaba desafiar no solo a su madre, sino también al mismísimo destino.
Una extraña sensación lo azotó: debería volver.
Sin darle importancia, comenzó a jugar. Minutos después, Pablo escuchó unos pasos aproximarse. No obstante, al voltear, no alcanzó a ver nada además de la oscuridad.
Así ocurrió varias veces, cada vez acompañado de una fría ventisca que calaba hasta los huesos. Hasta que, de pronto, un niño apareció. Se presentó como Raúl y pidió permiso para jugar.
Desconcertado, Pablo asintió. Mientras, sonriente, Raúl se acercaba. Le preguntó si se acababa de mudar, pues no le sonaba familiar. Raúl negó con la cabeza. Explicó que llevaba mucho tiempo observando, desde su ventana, a los niños jugar en el parque, pero que su padre no le permitía salir de casa. Dijo que se había escabullido esa noche y que no esperaba ver a nadie tan tarde, pero que igualmente estaba encantado de poder conocerlo. Pablo no hizo más preguntas, solo observó cómo se acercaba, cojeando, y, dudoso, le cedió el primer turno.
Era raro: Raúl era muy bueno, demasiado para nunca antes haber jugado; sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que Pablo dejara sus dudas de lado y comenzara a divertirse. A divertirse mucho. Tal vez como nunca.
Las horas pasaron y la noche, cada vez más tenebrosa, continuaba expectante cuando, de nuevo, una fuerte brisa acaeció, levantando ligeramente las oscuras ropas de Raúl.
Ahí, en aquella posición, Pablo divisó una pata de gallo y una de cabra.
El tiempo se detuvo. Pablo estaba, tal vez por primera vez, realmente aterrorizado. Recordando las historias que sus abuelos solían contarle, dejó escapar un pequeño grito ahogado.
Debió haber corrido a casa, pero, paralizado por el miedo, su cuerpo no respondía antes sus deseos.
Aquella monstruosa criatura giró la cabeza lentamente. En esa inocente cara de niño, una terrorífica sonrisa, de oreja a oreja, se mostró; acompañada de esa tétrica y ensordecedora risa, que ahuyentó a los cuervos que los observaban, desde hacía un buen rato.