Cuando tenemos un rencor, un enojo, un resentimiento con alguien, solemos pensar que la forma de desquitarnos es dejarle de hablar, ignorarlo, y lo peor es que la persona que nos ofendió ¡ni se entera de nuestro coraje!, así es que somos los únicos que recibimos el daño. Hay familias en las que por alguna situación, casi siempre de índole material, se dejan de hablar para siempre.
Como el viejo aquel, que en su lecho de muerte, manda llamar a su hermano, con el que no se habla, para abogarlo y saldar esa cuenta pendiente antes de partir. ¡Cuánto tiempo desperdiciado! La vida es muy corta. Pensar todo lo que estos hermanos pudieron haber disfrutado el uno del otro. Todos hacemos cosas que lastiman o molestan a otra, y si nos falta el valor para decir: ¡Perdón, la regué!, las pequeñas ofensas, con el tiempo, acumulan tal peso, que hunden cualquier relación, y entre más tardas, más difícil es decirlo.
Ahora, hay que saber hacerlo bien, porque “discúlpame” a tiempo, puede restablecer la buena voluntad, aún cuando el pecado haya sido grave. En cambio, una disculpa mal pedida puede hacer más daño que la ofensa original. Pero, ¿cuándo ofrecer una disculpa? Cuando sientas culpa, el ego siempre se las arreglará para protegerte y te dirá cosas como: “Mejor espérate a que se calmen las cosas” “Échale la culpa a otros” “Dile una pequeña mentira” “Justifica las acciones”, y el impulso a obedecerlo es “Enorme”.
¿Y sabes cuándo es adecuado decir perdón? Exactamente en el momento en que te das cuenta de que hiciste algo malo, y la disculpa se te atora.
El perdón es una respuesta ante la vida, un acto de voluntad que te ayudará a curar, sanar, limpiar y cerrar viejas heridas, al “soltar” los sentimientos causados por la ofensa. Qué bien te sientes cuando logras vencer el orgullo y perdonas.