Víctor Klemperer, judío de nacimiento, casado con una alemana, logra sobrevivir al terror nazi en la ciudad de Dresde.

Su matrimonio con una mujer “aria” le permite evitar ser enviado a los campos, y sobrevive refugiado en su casa. Filólogo de profesión, Klemperer sufre la guerra de una manera distinta de la mayoría de sus compatriotas judíos. Expulsado de la universidad de Dresde en 1935 por las leyes anti-judías, abandona su interés por la literatura francesa del siglo XVIII para volcarse sobre sus diarios y sobre su libro acerca de la LTI (Lingua Tertii Imperii). Al igual que muchos otros escritores que vivieron sólo para dar testimonio. Klemperer hace lo mismo desde sus propias alambradas: decide dar cuenta, con todo detalle, de la transformación de su lengua, querida y defendida hasta el último momento. Y es que, a diferencia de la mayor parte de los intelectuales judeo-alemanes, que a partir de 1933 se despertaron del sueño de la asimilación y de la simbiosis judea-alemana para regresar a sus raíces, Klemperer se negó a abandonar su cultura germana y, justamente durante el nazismo, se aferró a ella de una manera violenta y desesperada. El filólogo no admitió nunca la falsa ilusión de que se había logrado una asimilación completa con el pueblo alemán; él siguió sintiéndose y viviéndose como alemán antes que como judío; por ello, daba cuenta en sus Diarios de algo que lo atravesaba en todos los sentidos, es decir, de una lengua y una cultura que no lo habían traicionado. Por el contrario, para Klemperer, el estudio de su lengua, y acentúo su porque nunca dejó de pensarse como alemán, fue el objeto obsesivo de su escritura. De hecho, escribe en sus Diarios: “Soy alemán y estoy esperando que los alemanes regresen. se fueron a acampar en alguna parte” (Diary, 63). Y mientras tanto: “Seguiré arriesgándome a continuar con el diario. Daré testimonio hasta el final” (Diary, 75). Ciertamente, no le interesa sólo la lengua, sino que recoge en sus Diarios toda clase de experiencias, especialmente las mutilaciones cotidianas a las que eran sometidos los judíos, incluso aquellos que por razones corno las de Klemperer, no eran enviados a las cámaras de gas. 

Entre éstas, llama la atención la prohibición impuesta a los judíos de no comprar flores, y aún más, la prohibición de tener mascotas en casa. Perros, gatos y canarios corrieron la misma suerte que sus dueños; abandonaron las casas donde habitaban con judíos para ir a morir a campos de exterminio específicamente construidos para ellos. Porque, de hecho, se sabe que los hubo, ya que estas mascotas “contaminadas” por la sangre judía, no podían ser recogidas por ninguna otra persona, su destino final no podía ser sino la muerte (Diary, 52). 

La deshumanización total, palabra, esta última, privilegiada por la jerga nazi, fue en efecto radical. El Tercer Reich había decidido acabar con cualquier vestigio de humanidad; cualquier signo de compasión, inclusive hacia un animal, violaba las reglas dictadas por el comportamiento nazi. Si se era judío, y Klemperer, a pesar de su negativa a no asumirse como alemán en todos sus sentidos, lo era, debía mutilarse de todo indicio de sensibilidad: ni flores ni mascotas podían formar parte de la cotidianidad judía porque, incluso fuera de los campos, el judío debía permanecer al margen de la vida y de cualquier goce o sentimiento que pudiera implicar su pertenencia a la especie humana. “Agosto 24, tarde en la mañana, 1942: Está prohibido que los judíos compren helado”, escribe Klemperer para confirmar esto (Diary, 132). Excluidos una vez más de los pequeños placeres cotidianos, el sistema nazi fue acorralando a los judíos día con día. paso a paso. Por ello había que escribir, también día con día, minuto a minuto, para impedir que este cerco lo envolviera todo. Lo mismo le sucedió a la palabra, casi podríamos decir que se convirtió en el judío de la lengua: abreviada, humillada, empobrecida y mutilada, atravesó la experiencia de la guerra sin poder defenderse, sometida siempre a esa expresión carcelaria que casi acabó con ella, ya que todo en ella se convirtió en “apelación, arenga, incitación” (Klemperer, LTI, 41). Baste, desde esta perspectiva, recordar cualquier discurso de Hitler para darnos cuenta de que el grito y la incitación ocuparon el lugar de la conversación o, como escribe Primo Levi:

Me di cuenta de que el alemán del Lager, descarnado, gritado con alaridos, sembrado de obscenidades e imprecaciones, sólo tenía una vaga semejanza con el lenguaje exacto y austero de mis libros de química y con el alemán melodioso y refinado de la poesía de Heine que me recitaba Clara, una compañera mía de estudios (Levi, 84).1

La riqueza simbólica de la lengua quedó así absorbida y coagulada en frases hechas que perdieron toda capacidad metafórica; el lenguaje poético desapareció ahogado entre las brumas de la agitación y la charlatanería. O, como escribe Paul Celan:

Sí, la lengua no se perdió a pesar de todo. Pero tuvo que pasar entonces a través de la propia falta de respuesta, a través de un terrible enmudecimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas del discurso mortífero. Pasó a través y no tuvo palabras para lo que sucedió. En esa lengua he intentado yo escribir poemas en aquellos años y en los posteriores: para hablar, para orientarme, para averiguar dónde me encontraba y a dónde ir, para proyectarme una realidad (Celan, 497-498).

También la lengua, al igual que los hombres tras las alambradas, fue perdiendo toda huella de dignidad, toda traza de espontaneidad creativa. Al igual que los hombres en los campos, el alemán del nazismo se vio despojado de su capacidad y riqueza lingüísticas, desnudo en medio de un mundo de puras mayúsculas, PUEBLO, FANÁTICO, HISTÓRICO, TOTAL, palabras todas ellas repetidas hasta la náusea, el alemán quedó cercenado de la posibilidad de rememorar, porque sólo a través de la palabra minúscula y singular, el hombre es capaz de construirse y contarse su propia historia. Y aquí de nuevo me remito a Walter Benjamín, quien considera justamente que la narración pasa por esas marcas singulares e individuales que dan una forma particular al relato. Sólo a través de la transmisión de experiencias vivas, y esto implica necesariamente la singularidad, el hombre es capaz de relatar una historia. De otra manera, su memoria queda petrificada en bloques de piedra que le impiden el acceso a ésta. 

En su libro, Los hundidos y los salvados, Primo Levi cuenta la anécdota de que, años después de la guerra y hablando con finos funcionarios de los laboratorios químicos Bayer, él había utilizado una expresión vulgar para despedirse, había dicho Jetzt hauen wir ab: “Era como si les hubiese dicho nos largamos. Me miraron estupefactos: el término pertenecía a un registro lingüístico distinto del otro en el que habíamos estado desarrollando la conversación previa [ … ] Les expliqué que no había aprendido el alemán en la escuela sino en un Lager llamado Auschwitz [ … ] Luego me he dado cuenta de que mi pronunciación también es vulgar pero deliberadamente no he querido refinarla, por lo mismo que no he querido borrarme el tatuaje del brazo izquierdo” (Levi, 86).

Fragmento del artículo de Esther Cohen  El poder silencioso del nazismo: la lengua del Tercer Reich.

Tomado del Portal de Revistas científicas y arbitradas de la UNAM. Revista semestral del Centro de Poética IIFL, UNAM

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