A sus 89 años, Miriam Mayer, de Ostrowska (Polonia), intenta mirar siempre hacia adelante, pese a cargar con el peso de haber pasado por Auschwitz-Birke-nau, haber perdido a toda su familia y haber sobrevivido a las vejaciones a las que fue sometida. “Nunca habló de estas cosas. Si lo hiciera, no podría vivir. Sería imposible”, afirma hoy desde su casa en Jerusalem, día en el que se cumplen 70 años de la liberación del mayor campo de exterminio creado por los nazis.
“Cuando pasaron por primera vez los alemanes, ya sabíamos que se llevaban a los niños y a los mayores a trabajar. Solo dejaban a los jóvenes. Maquillé a mi madre para que pareciera más joven, aunque no sé por qué, ya que tenía solo 40 años”, afirma.
Corría el año 1939 cuando su familia fue expulsada de su hogar en la ciudad de Lodz (Polonia) y trasladada al nuevo gueto. “Sabíamos que buscaban mano de obra. Si trabajabas, vivías. Pero un día hubo una selección. Fuimos con mi madre a ver la casa y los niños ya no estaban”, señala y recuerda que su madre, Hinda Perl, se quebró. Había enviudado en 1941, cuando su marido, mayor que ella, no logró sobrevivir a la falta de alimento. Los únicos momentos en los que se queda inmersa en el llanto es cuando habla de su madre, a quien los nazis mandaron a trabajar en las cloacas de la ciudad, empujando carros repletos de materia fecal, mientras Miriam lo hacía en una fábrica de sillas de montar. Al menos estaban juntas. Finalmente, les llegó el momento. Juntas, llegaron a Auschwitz-Birkenau tras un día de viaje en un vagón de carga. Los soldados alemanes les gritaban: “¡Raus! (¡Afuera!)”. Los bramidos aún resuenan en su mente como si los estuviera escuchando en la actualidad.
Al bajarse del tren de noche, Mayer se hirió en una pierna. Se hizo un tajo que le llegó hasta el hueso de la rodilla, lo que podía significar un pasaje directo a la cámara de gas y los crematorios. “Los alemanes me cuidaron. Habrían visto buen material para trabajar. Me llevaron a un lazareto y me curaron. Pero no había comida, por eso casi nadie sobrevivió a ese lugar”, explica.
“Dormía en el suelo, sin litera. Había muchas mujeres amontonadas ahí y, con cada movimiento, se escuchaba un ruido. La capo, una eslovaca, nos gritaba: ‘Si no os quedáis quietas, iréis donde están vuestros padres. ¿Ven ese humo que sale de ahí?’ Si aún no lo sabíamos, ella se encargó de contárnoslo”, afirma.
En octubre de 1944, se produjo otra selección de prisioneros, y esta vez fueron elegidas Mayer y sus compañeras. Ninguna sabía lo que les deparaba el futuro. Muchas pensaron que les había llegado el final. “Nos dijeron que entráramos en las duchas y ya sabíamos lo que eso significaba: la cámara de gas. Nos despedimos unas de las otras. Entramos y eran de verdad. Había otra capo, una checa, que nos dijo: ‘No lloren, niñas. Ustedes van a trabajar’”, recuerda.
“Llegamos a un paraíso. El lugar era un sueño de lugar, nada que ver con Auschwitz. No es que no tuviéramos problemas, todavía estaban las SS. Los rusos estaban en camino. Ya habían liberado Lodz, nuestra ciudad, y habían llegado a Auschwitz”, explica.
Tras la caída del régimen nazi, narra su periplo hasta llegar a Israel. “Salí del campo y me subí gratis a un tren. Los alemanes nos habían afeitado la cabeza. No teníamos casi pelo. Todos sabían quiénes éramos y de dónde veníamos”, rememora. Hizo varios turnos por Polonia, volvió a su pueblo, donde comprobó que no le quedaba ni familia ni amigos y se marchó a Varsovia. Se casó con Jerzy Ostrowski y tuvieron un hijo en 1950.