Liza era una pequeña princesa casi feliz. Lo tenía todo o casi todo. Vivía con
sus padres en un hermoso castillo, tenía salud, muchos amigos y muchos sueños por cumplir.
Sin embargo, había algo que la pequeña no tenía y tal vez, no lo tuviese jamás: y eso era la posibilidad de ver la Luna.
Una bruja muy malvada pero aún más romántica (algo extraño en una bruja) la había hechizado.
Desde muy jovencita, la bruja había mirado y mirado la Luna soñando que algún joven apuesto se fijase en ella y se la regalase a modo de prueba de amor. Eso jamás ocurrió, pero no porque la bruja tuviese una nariz en forma de gancho, varias verrugas en su rostro y un cabello que parecía paja, sino porque no tenía un buen corazón y eso siempre complica la vida de las brujas y de las personas.
La bruja no perdía las esperanzas, y todas las noches se asomaba a su ventana a ver la Luna y ya que estaba, a soñar también.
Tuvo tanta mala suerte, que se enamoró de un príncipe que no correspondió a su amor. Como si esto fuese poco, el joven se enamoró de una bella princesa que tenía un gran corazón.
Enfurecida, la bruja lanzó un hechizo contra la hijita que los príncipes tuvieron: jamás, pero jamás conocería la Luna. Hechizó a la niñita de modo tal que no había quién la mantuviese despierta hasta el anochecer. No bien el sol comenzaba a caer, la pequeña se dormía donde fuese y como fuese: parada, bailando, comiendo, riendo.
Si bien no era algo grave, la situación traía más de un problema: la pequeña cenaba antes de las cinco de la tarde, lo cual ponía en una disyuntiva constante al cocinero del palacio: ¿Medialunas o guiso?, ¿tostadas con manteca o carne al horno? No podía asistir a ninguna fiesta. Bahhh… poder, podía, pero quedaba muy feo llevarla dormida y dejarla en un sillón mientras todos reían y bailaban. Sus padres lo habían hecho en alguna oportunidad para ver si la música despertaba a la niña, pero los anfitriones habían tomado como una gran descortesía la actitud de la niña.
En el palacio ya no sabían qué hacer para que la princesita cumpliera su sueño y pudiese conocer lo que era la Luna: cambiaban la hora de los relojes, cerraban los cortinados para que la niña no viese que estaba empezando a oscurecer, no se cantaban más canciones de cuna, se turnaban para despertarla, pero no había caso, el hechizo no se rompía.
La pequeña no conocía la Luna y eso la entristecía mucho. Cada cumpleaños pedía el mismo deseo, el mismo regalo: conocer la Luna, pero nunca se cumplía.
Pasó el tiempo, creció hasta convertirse en una hermosa jovencita y mantenía el mismo sueño porque el hechizo aún la acompañaba.
En el palacio se habían acostumbrado a hacer las fiestas por la mañana, cosa que a todos en el reino les resultaba bastante molesto, sobre todo al pobre cocinero que hacía malabares para servir té y vino, budines y canapés, mermelada y mostaza, todo esto sin que nadie sufriese una indigestión, cosa difícil por cierto.
Cuando la joven cumplió dieciséis años, sus padres hicieron una gran fiesta. Reyes, reinas, príncipes y princesas de todas partes asistieron al festejo.
Allí conoció a un joven príncipe y se enamoraron perdidamente. El príncipe, que conocía la historia, se apresuró a decirle todo lo bella que le parecía, que lo había deslumbrado, que la quería conocer mejor, que quería volver a verla y muchas cosas más porque temía que oscureciera y la joven ya no pudiese escucharlo.
Liza y Arturo eran felices, o casi en realidad. El joven príncipe también comenzó a sufrir. Quería poder revertir el hechizo, pero claro está no era hechicero y no sabía cómo hacerlo.
Él también hizo todo lo que pudo para que su amada pudiese conocer la Luna: intentó enlazarla con una soga tan larga como jamás se había visto, y lo único que consiguió fue enredarse de modo tal que tuvieron que desenredarlo entre todos los súbditos del palacio; la dibujó una y mil veces, pero los dibujos si bien eran bonitos, no eran igual a la Luna misma para Liza (y para cualquiera dicho sea de paso), estudió con los grandes sabios del reino la posibilidad de fabricar una Luna para su amada, pero nada surtió efecto.
Una noche, mirando la noche, el príncipe se puso a pensar en cuán injusta había sido la bruja en condenar a su amada con su hechizo.
-¡Y todo porque no la amaron!-dijo de pronto el joven y escuchándose a sí mismo, se dio cuenta que tal vez tampoco había sido justo para la bruja que nadie la amase. Cierto era que no era una buena persona, pero… ¿No habría podido el amor transformarla? –Seguramente sí -pensó.
De pronto vio una estrella fugaz y sin pensarlo siquiera pidió un deseo, uno muy especial, uno que nadie había pedido jamás: pidió que algún buen hombre se enamorase de la bruja.
Ni la estrella podía creer que alguien estuviese pidiendo por ese ser malvado que había causado tanto daño, pero el amor es así: sorprende, nos hace más buenos, menos egoístas, más piadosos y sin duda mejores.
El deseo fue concedido, y un buen hombre se cruzó en la vida de la bruja. Se enamoraron y fueron, tan felices que no solo no hubo hechizos nuevos, sino que los viejos quedaron sin efecto.
¿Liza…?
Y como con amor todo, o casi todo, es posible: Liza cumplió su sueño y conoció a la Luna y tanto, tanto le gustó, que a su amado se la pidió.
El príncipe se la regaló y la princesa feliz con ella jugó.
Fin