Sholem Aleijem es considerado el más grande de los humoristas judíos.
Sholem Aleijem es considerado el más grande de los humoristas judíos. Su obra ha sido traducida a los idiomas más importantes, como el inglés, francés, español e incluso al chino. Se caracteriza por recrear tipos, gente que conoció o no, y como si los hubiera conocido y entablado con ellos una plática larga y profunda.
Ser shamesh es ser persona, personaje y contar con un oficio en el templo, algo así como bedel, portero, conserje, vigilante de una sinagoga. Sin un shamesh hay caos, todo está boca arriba. Con un bedel las cosas cambian. En la historia de Sholem Aleijem, el bedel es astuto como el mismo demonio. “Llevaba a toda la congregación por la nariz”, es decir, la tenía en sus manos, es decir, hacía lo que le venía en gana: de iracunda mirada, sus cejas infundían temor, la barba era cobriza, el puño poderoso y jamás andaba sin bastón. ¿Para que nadie se metiera con él? ¿Para que pareciera un rey y despertara respeto en los feligreses? El autor se pregunta y nos pregunta en calidad de lectores: ¿Iser siempre ha sido el mismo? Sholem Aleijem lo caracteriza, podríamos decir, de manera repulsiva, para nada amigable: “Hay personas – dice – de las que se puede afirmar que fueron vaciados en molde, fijadas”. La pregunta clave: ¿cómo fue Iser antes de llegar a ser Iser?, pregunta sabia, como para pensar su respuesta. ¿Qué aspecto tenía de niño, cuando corría descalzo por las calles, cuando iba al jeider y el maestro lo azotaba? ¿Cómo era Iser cuando su madre lo llevaba en brazos y lo alimentaba, y le sonaba la nariz y lo llamaba con palabras dulces? Nadie sabe y quien alguna vez lo supo, tal vez lo recuerde… La verdad es una: no era una persona agradable, con carisma. Todo lo contrario: a todos llamaba miserables. ¡Qué el diablo se lleve a tu padre y a tu madre! – gritaba a diestra y siniestra – para hacerse respetar, o porque no conocía otras maneras… Los niños – a sus ojos iracundos — son malos por naturaleza. Son bribones y conflictivos. “Son cabras que se meten en las huertas ajenas. Son perros que tratan de morderle a uno la chaqueta. Los niños son puercos que se trepan a las mesas. Los niños deberían aprender modales. Se le debería enseñar a temblar como si sufrieran calosfríos”. Obviamente, los pequeños, al verlo y escucharlo, temblaban de miedo, aterrorizados. Hay gente así – pareciera decir Sholem Aleijem – caricaturista al caracterizar personas inolvidables, en este caso para mal.
Iser jalaba las orejas a los chicos, los arrastraban y los azotaba. Y los amenazaba con acusarlos con sus padres. La escena es también inolvidable, gráfica y como para reír llorando. O viceversa: “Tu madre correrá hacia tu padre: ¡Ya ves cómo aquel tirano le arranca la oreja a tu hijo, a tu único hijo! Tu padre te tomará de la mano o te llevará a la sinagoga, derechito hacia Iser el shamesh, como para decirle: “Mire lo que le ha hecho a mi único hijo. Casi le arrancó la oreja”.
El bedel como respuesta mandó a volar al padre y al ‘miserable’ de sus hijos. De acuerdo a Sholem Aleijem, Iser era orgulloso, altanero y algo ladrón: él y su mujer vestían de lo mejor, con holgura. A nadie rendía cuentas ni siquiera al señor de los Cielos. “La gente estaba contenta de que los dejara en paz y que no le lanzase las llaves al rostro, diciendo: Toma. Cuida tú de este lugar. Provéelo de leña y agua, velas y fósforos. El techo debe repararse a menudo, y las paredes y el techo deben blanquearse. Los pupitres necesitan compostura, y constantemente hay que comprar devocionarios y libros. Y luego la lámpara de Janucá, el etrog y el lulav, y, ¿dónde está esto y dónde aquello”.
La lista era casi infinita, así como la labor de Iser quien se creía – y a lo mejor lo era – indispensable. Soberbio y espantoso, y astuto como un demonio. Como en la política, su puesto era apetecible. El cuentista judío, describe – como si se tratara de una película cómica – a Iser en víspera de elecciones, cuando se jugaba su puesto envidiado por más de uno: “Buscaba el favor de los jefes de la comunidad. Hacía todo lo que ellos le decían y, materialmente, volaba cuando le enviaban a un mandado. Los adulaba hasta las náuseas. No hay necesidad de contar cuanto ocurría durante las elecciones. Entonces Iser no descansaba. El que no hubiese visto a Iser en aquel tiempo, no había visto nada. Cubierto de sudor, con el sombrero echado sobre la nuca. Iser aplastaba el fango con sus botas altas y el grueso bastón. Iba de la casa de un miembro a otro del comité, intrigaba, maquinaba, mentía, llevaba chismes, sin parar nunca”.
Hay quien no soportaba al viejo Iser, por su teje y maneje y sus abusos: se servía con la cuchara grande en lugar de servir en calidad de bedel. Sobre todo, las nuevas generaciones. Intrigante, un día encontró un comprometedor poema. Atizó el fuego –como se dice — y el escándalo no tardó en llegar. Un día estalló – como se dice —una bomba. El shamesh amasó un tesoro: un montonal de velas, una veintena de taleisim – mantos de rezo – sin estrenar, una pila de devocionarios también sin estrenar. Iser jamás perdió la compostura: listo y astuto escribió con tiza para que todo mundo lo viera: “Aquí se venden velas para difuntos a precios de mayoreo”. Una amenaza certera de parte de un hombre de nariz larga, terroríficas cejas y una barba informe y deforme”.
Pasó el tiempo. El cantor era otro, también el shames. Genio y figura, Iser era el mismo, y no: “Hace tiempo que no soy bedel. Hace tiempo que soy una rama deshojada. Una amarga sonrisa se dibujó; su barba era la misma”. ¿Bedeles y maestros abusaban de los chicos? ¿La gente cambia? ¿El tiempo hace de las suyas? ¿El poder, ciega?.
//Becky Rubinstein
Fuente: Weinfeld, México, El mundo del joven judío, 1962.