La noticia parece salida de un periódico del siglo XV o XVI cuando judíos de la

Península Ibérica se veían forzados a convertirse al cristianismo, o simularlo, a fin de salvar sus vidas o evitar un penoso e incierto exilio hacia quién sabía dónde. Y sin embargo, lo que está ocurriendo en muchas zonas de África y Medio Oriente con las embestidas de los islamistas radicales abanderados de la jihad, representa hoy, en pleno siglo XXI, un proceso muy similar, con el agravante de que esos fanáticos iluminados y perseguidores de “herejes” cuentan con herramientas mucho más sofisticadas y letales para llevar a cabo sus campañas de “purificación religiosa”.

Un ejemplo trágico de la gravedad de la situación es lo recientemente declarado por el gobernador de la provincia keniana de Keamibu, William Kobago, en una reunión organizada por el Consejo Nacional de Iglesias Cristianas de Kenia. Él denunció que a medida que milicias de la agrupación jihadista Al-Shabab, provenientes de Somalia, logran introducirse cada vez más en territorio keniano, ha crecido el número de cristianos que optan por convertirse al Islam con objeto de salvar su vida en caso de verse atacados por los jihadistas. Señaló asimismo, que abundan los casos en que sin conversión oficial, muchos cristianos asisten a madrasas islámicas con el propósito de aprender pasajes del Corán y rezos en árabe, porque saben que eso constituye un buen escudo protector. Tal decisión proviene de experiencias trágicas como lo fueron las masacres registradas en abril pasado en la Universidad de Garissa, y en septiembre de 2013 en el centro comercial de Westgate.

En el primer caso 143 estudiantes fueron asesinados y en el segundo 66 personas fueron las víctimas mortales. En ambos ataques, los militantes de Al-Shabab dispararon a quemarropa contra aquellos que no pudieron demostrar su identidad islámica al no saber recitar suras del Corán o rezar en árabe. Tal era la prueba en esos momentos de pesadilla con la cual se podía conservar o perder la vida. De ahí que muchos de quienes actualmente en Kenia se convierten real o ficticiamente al Islam lo están haciendo bajo el trauma de esos episodios macabros en los que tanta gente pereció. El gobernador Kabogo recordó en su alocución cómo quienes no pasaban la prueba eran matados “como insectos”, y la manera en que se engañó a estudiantes mujeres para que salieran de su refugio asegurándoles que sus principios religiosos les prohibían matar mujeres, para finalmente darles a cada una un tiro en la cabeza.

Como puede verse, Al-Shabab en Somalia, Boko Haram en Nigeria, el Estado Islámico o ISIS en Irak, Siria y Libia, lo mismo que Al-Qaeda en sus guaridas en Afganistán y Pakistán, responden al mismo modelo de fanatismo islamista que se asume como portador de la verdad única revelada por D-os. Por tanto, sus campañas nos recuerdan a las épocas más oscuras del fanatismo medieval cristiano cuando sus inquisiciones y sus hogueras se empeñaban tenazmente en limpiar a sus entornos de herejías, amparados con el estandarte de la “fe verdadera”. Mucha sangre y muchos años tuvieron que correr para que el fanatismo medieval perdiera terreno y patrocinio de las altas autoridades eclesiásticas. Hoy el mundo no puede esperar tanto, por lo que resulta imperativa la colaboración de los gobiernos y las autoridades religiosas dentro y fuera del Islam, para neutralizar las atrocidades de estos bárbaros contemporáneos nuestros. Las estrategias para ello no son por supuesto simples y deben contemplar acciones en múltiples frentes y con diversas perspectivas, superando el desconcierto y la pasividad. Porque es un hecho que la letalidad de estos fanatismos y su amenaza tienden a extenderse con dimensiones epidémicas.

Fuente: Excélsior, 21 de junio, 2015.

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