Las escenas de montañas de basura maloliente apilándose en las calles de Líbano y las de los manifestantes que han salido a protestar por la incapacidad del gobierno libanés para resolver ese problema, no poseen el dramatismo de las imágenes de los miles y miles de refugiados que intentan llegar a asentarse en Europa para salvar sus vidas, ni tampoco el salvajismo de los cuerpos desmembrados por la brutalidad del Estado Islámico y de las huestes de Bashar Assad, o por el estallido de explosivos atados al cuerpo de un terrorista suicida. Y sin embargo, se trata de escenas que agregan peso a la percepción de que en el Medio Oriente la descomposición política y social crece a pasos tan acelerados que un aterrorizante apocalipsis se encuentra a la vuelta de la esquina, si no es que ya está ahí y aún no hay conciencia clara de su presencia.
Porque tomando el caso libanés como ejemplo, aún a pesar de que no concentra los titulares en los medios de comunicación internacionales, la crisis se ha vuelto endémica. Han pasado catorce meses sin que haya sido posible elegir presidente debido al chantaje que Hezbolá – el partido y la milicia armada que representa al chiismo militante libanés- ejerce sobre las otras fuerzas políticas para imponer una figura afín a tal agrupación en el puesto. Pero también están las otras señales de la decadencia: el problema del suministro eléctrico y de agua se ha vuelto monumental, casi catastrófico, la calidad de la educación ha descendido como nunca antes, al tiempo que la corrupción, la ilegalidad y la proliferación de bandas armadas han hecho que la violencia se extienda como expresión elocuente de la rivalidad entre mafias estructuradas en función de sectarismos a menudo tribales. El otro grave problema es el alto índice de desempleo, uno más de los detonantes de una emigración de un importante sector juvenil que no vislumbra un futuro digno quedándose en el país.
Todo ello apunta a un deterioro del Estado debido a una burocracia corrupta e ineficiente lo mismo que a la proliferación de milicias guiadas por agendas particulares que tienen que ver mucho más con intereses sectarios que con las necesidades de la población total. Hezbolá ha sido en este caso el sector más emblemático de la enfermedad que aqueja a Líbano. Habiéndose empoderado como un Estado dentro del Estado, posee desde hace años su propia milicia cuyo potencial armamentístico supera con creces al del propio ejército nacional libanés. Como fuerza paralela a la del Estado, actúa según sus intereses, clientela y patrocinios, orientando la vida nacional hacia rumbos ajenos al interés nacional. La intervención abierta y directa que Hezbolá ha tenido en la guerra civil siria, en la que actúa como ariete de las fuerzas de Bashar Assad, es el ejemplo más revelador de hasta qué punto el Estado libanés se ha convertido en los hechos en un Estado fallido que es arrastrado involuntariamente a un conflicto ajeno.
Ya desde 2006 se había presentado el mismo patrón: en el verano de ese año Hezbolá se embarcó en una guerra abierta contra Israel, enfrentamiento que le costó caro a Líbano como nación por la pérdida de vidas y la magnitud de la destrucción de parte importante de su infraestructura. En esa ocasión el ejército nacional libanés funcionó como mudo testigo de una catástrofe que no pudo evitar y en la que ni siquiera intervino, igual que como ahora sucede con la injerencia del Hezbolá en Siria. Dada esta realidad, la actual crisis de la recolección de la basura puede leerse como uno más de los signos reveladores de una enfermedad crónica crecientemente grave atacando al cuerpo del Estado libanés, el cual se muestra cada día más débil e ineficiente.
Fuente: Excélsior, 6 de septiembre, 2015.
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