Cada vez se acumulan más y más pruebas para definir al presidente sirio como un indudable criminal de guerra.
El horror proyectado por la tragedia que ha vivido el pueblo sirio sigue creciendo con nueva información acerca de cómo el presidente Bashar al-Assad comenzó a producir su arsenal de armas químicas desde 2009, dos años antes de que estallaran las revueltas populares, ya con la idea de convertirlo en instrumento para reprimir cualquier disidencia o intento de golpe de Estado que atentara contra su poder absoluto. Esa es una de las conclusiones del sitio Web francés de investigación Mediapart, el cual ha realizado una serie de entrevistas a científicos sirios que trabajaron en el programa de armas químicas de su país, pero que terminaron desertando y asilándose en Francia como consecuencia de la guerra. Mucho de lo declarado por tales científicos fue corroborado mediante documentos sirios que llegaron clandestinamente a Francia, y sirvieron como prueba para la acusación del país galo ante el Consejo General de la ONU de que el gobierno sirio usó gas nervioso sobre los habitantes del pueblo de Khan Sheikhoun en abril pasado.
La versión de los científicos asilados en Francia es que ellos trabajaron en el programa de armas químicas bajo el supuesto de que estas servirían para obtener un fuerte elemento disuasivo útil para confrontar a Israel en la larga disputa que ha prevalecido entre ambas naciones con relación a las alturas del Golán, zona propiedad de Siria hasta la guerra de los seis días de 1967, pero, a partir de entonces, en manos de Israel. Sin embargo –dicen ellos–, pronto empezaron a sospechar que no era esa la intención al observar los sitios en los que se almacenaban las armas químicas y la forma específica en la que se miniaturizaban estas para ser transportadas en helicópteros. Fue obvio entonces que el destino pensado para usarlas no era Israel, sino localidades dentro de la propia Siria. De hecho, ya en abril de 2013, cuando se produjo el primer ataque contra el pueblo sirio de Saraqeb, el gas sarín estuvo contenido en granadas. Tan mortal químico estaba mezclado también con disopropyl metylfosfonato, cuya combinación con el sarín deja rastros que permanecen por largo tiempo en el terreno en el que cae, lo mismo que en la sangre y la orina de sus víctimas.
Y si bien algunas de las bases de producción de las armas químicas dispersas en el desierto al oriente de Damasco fueron destruidas tras el compromiso mediado por Rusia en 2013 para evitar la acción militar de Estados Unidos con la que había amenazado el presidente Obama si se cruzaba la línea roja de usarlas, muchas de tales bases quedaron en pie y fueron la fuente que permitió el nuevo ataque de abril de este año. Es así como se acumulan más y más pruebas para definir a Bashar al–Assad como un indudable criminal de guerra que ha contado con la protección de su aliado ruso para continuar con las masacres del pueblo sirio.
Hasta el momento no se ve cómo esta sangrienta guerra que ha costado cientos de miles de muertos y millones de refugiados y desplazados internos pueda terminar. Las negociaciones entre Assad, Turquía y Rusia no son prometedoras en absoluto, mientras que de parte de los poderes occidentales parece prevalecer una impotencia y falta de voluntad para actuar con decisión en ese escenario en el que el único enemigo común que tienen todos los actores es el representado por las fuerzas del Daesh o Estado Islámico. Tal vez se necesiten años para pacificar esa región, pero lo que sí se puede afirmar desde ahora es que Assad y sus aliados ya han quedado inscritos en el registro más negro y vergonzoso de la historia contemporánea.
Fuente: Excélsior, 4 de junio de 2017.
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