Tener en el suelo propio petróleo en abundancia ha sido visto generalmente como una bendición. Sin embargo, los días que corren nos hacen rememorar a López Velarde cuando en su Suave Patria declaraba que a México, los veneros de petróleo se los había escriturado nada menos que el diablo. Y esa expresión le viene hoy como anillo al dedo al país más rico del mundo en ese energético, Arabia Saudita, el cual hoy por hoy enfrenta una crisis de dimensiones tales que su autoridad en el Consejo para Asuntos de Economía y Desarrollo, el príncipe heredero Mohamad bin Salman, se ha visto obligado a tomar cartas en el asunto mediante la presentación a fines de abril pasado, de un plan de ambiciosos cambios estructurales al que se tituló Visión Saudita 2030.
Básicamente de lo que trata dicho plan es de diversificar la economía y dejar de depender exclusivamente del petróleo debido sobre todo al descenso de los precios del crudo árabe de cien dólares por barril hace no mucho a 46 en las últimas semanas. No cabe duda que el panorama económico del Reino se complica día con día: por ejemplo, anteayer la calificadora Moody rebajó la calificación del país en virtud de su mayor endeudamiento, menor crecimiento y caída dramática de sus reservas, de manera muy similar como lo habían hecho hace algunos meses las firmas Standard and Poor y Fitch.
Sin embargo, existen serios cuestionamientos acerca de la capacidad de poner en práctica los cambios que el plan del príncipe bin Salman propone. Diversificar la economía implica abrirla y adaptarla a las reglas de la economía moderna. Y hacer esto en una medio que se ha caracterizado por su cerrazón y conservadurismo no es cosa fácil, porque las prácticas de décadas de vacas gordas, aunadas al carácter fundamentalista religioso extremo de su forma de vida y organización, han creado una estructura económica, social y cultural donde el despilfarro de las cúpulas, la dependencia casi total de la mano de obra foránea para el funcionamiento de la economía, el apoltronamiento de sus ciudadanos mimados en exceso por los beneficios otorgados por el Estado, la inexistencia de una cultura empresarial competitiva y creativa, lo mismo que la brutal desigualdad de género que impera y que elimina de las esferas productivas al cincuenta por ciento de la población, son solo algunos de los rezagos cuya superación resulta un enorme desafío. Y en el actual contexto geopolítico de un Medio Oriente en caótica ebullición, donde Arabia Saudita participa abiertamente en la guerra en Yemen y teme el crecimiento regional.
El reino saudita constituye uno de los más destacados ejemplos de un país con los contrastes más impactantes que uno pueda imaginar. A pesar del gigantesco consumo suntuario de sus élites, su impresionante arsenal armamentista, sus construcciones monumentales, y sus lujosos hospitales y universidades, muchos de sus indicadores son equiparables a los de países del tercer mundo.
No obstante estar catalogada Arabia Saudita en el número 39 del índex de Naciones Unidas para el desarrollo, y de su ingreso per cápita de 53 mil dólares anuales, los datos que presenta en cuanto a esperanza de vida, mortalidad infantil y libertad de prensa se ubican en los escalones más bajos de las tablas internacionales dedicadas a esas evaluaciones. El hecho es que el país no produce ni exporta nada más que petróleo y eso, en el mundo del siglo XXI, no augura nada bueno ni para sus habitantes ni para el contexto regional ya de por sí en ebullición y con altas probabilidades de sufrir una afectación adicional derivada de la crisis saudita. Habrá que ver pues qué tanto el nuevo plan del príncipe bin Salman puede modificar este escenario tan adverso.
Fuente: Excélsior, 15 de mayo, 2016.
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